Me despierto temprano. Llego al balcón a tientas. Son las siete de la mañana  y el sol arrecia con fuerza en Playa del Carmen. A mis pies hay restos de cerveza. Sobre la mesa un paquete de delicados. Saco el último cigarrillo. Fumo en silencio mientras observo a la máquina municipal limpiando la calle empedrada. Me gusta el rastro acuoso y brillante,  brutal y embriagador de las mangueras, como de océano y de sangre.  Dos chicas pasan corriendo, me saludan. Yo levanto la mano y las veo sonreír. Descubro que voy en calzoncillos. Estos son los detalles que te indican que la vida es hermosa y dejo que el sol me acaricie las pelotas por encima de la tela. Poco a poco escucho como P, F y M se levantan. Alguien se mete en la ducha, alguien enciende la televisión. Se esperan aires cálidos el resto del día. Apuro el cigarro y entro en el cuarto. Veinte minutos después estamos en el buffet del hotel. Hoy me apetecen huevos revueltos y café.

Son las nueve. Montamos en el Polo de alquiler y pido a P que pare en una tienda. Necesito tabaco. Me incorporo en el asiento de atrás con mi paquete de Delicados y ponemos rumbo a Chiquilá. Nos esperan dos horas de coche y luego veinte minutos en ferri. A todos nos han contado que el atardecer en Holbox es espectacular. En la radio suena Bobby Capó. Me lo dijo Adela. Aquella canción me recuerda a nuestra alocada noche, dos días atrás, en Querétaro. Nos sentimos de fábula. Bajo la ventanilla, me acomodo y enciendo un cigarro. El resto del viaje lo paso contemplando la espesura de los manglares. Las hojas tienen un brillo extraño, como de plata. El tipo del tiempo tenía razón, va a ser un día cálido. Me arrepiento de no haber comprado cerveza.

Llegamos a Chiquilá. P compra los billetes del ferri, el resto esperamos contemplando un cartel sobre flamencos. En Holbox es fácil su avistamiento. Sentimos la brisa marina y busco en el muelle pequeñas embarcaciones pesqueras para fotografiar. La gente de montaña siempre hemos sentido una especie de nostalgia por el mar. Allí nos sentimos extraños. El ferri llega y, antes de montar, debemos esperar a que una cerbi cargue un palé con decenas de huevos. Buscamos asiento en la parte superior. Nos ponemos en marcha. El ferri no tarda en levantar espuma. Alguien grita: dale fuerte, capitán. Las islas comienzan a dibujarse en el horizonte. Permanecemos en silencio, cada uno en su ataraxia. El mar es un lugar perfecto para evadirse. El aire parece suavizarse, pero hace calor. Es una auténtica putada no haber comprado cerveza.

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Las calles de Holbox son de tierra, sin asfaltar. Las casas humildes. Se nota el aprovechamiento. Es un lugar pesquero, con encanto. Debatimos qué hacer. Se propone alquilar unas bicis. Se propone ir a Isla Pájaros. Al final decidimos ir a la playa y pasar el resto del día tocándonos las sienes (las de arriba y las de abajo). La decisión nos satisface a todos. Tras diez días recorriendo el DF apetece pasar un día relajado en las costas de Cancún. Eso sí, necesitamos cerveza. Nos adentramos en el pueblo hasta llegar a la playa. Por el camino hemos ido sorteando charcos. Varios tipos en cuad-taxi se ofrecen a llevarnos. Preferimos caminar. No tardamos en encontrar el primer bar. Allí cae la primera ronda de cervezas. Nos sentimos con energía para continuar. La arena es fina y blanquinosa. Podemos sentirla deslizándose entre los dedos de los pies. Seguimos caminando. La marea está baja o alta, no sabría decir. Hay varias embarcaciones en la playa. Pasamos junto a un muelle con un chamizo de pescadores abandonado. No podemos parar de fotografiar el paisaje. Va a ser un gran día. Nos sentimos los vigilantes de la playa. Chúpate esa, Buchannan.

Tras unos minutos caminando, encontramos otra caseta abandonada. El alojamiento ofrece sombra. A diez metros hay un bar. Estamos provistos. Establecemos el campamento de toallas. P y F se acercan al bar. Vuelven con las manos llenas de cerveza. Comentan que para comer hay parrillada de pescado y marisco. M encuentra una hamaca abandonada. La coloca entre dos columnas de madera, se acuesta y da un largo trago a su cerveza. El resto nos reímos y le decimos que es el puto amo. Termino mi cerveza y decido bañarme. Hay que andar un trecho hasta llegar al mar. La paya es inmensa, una inmensidad blanca y refrescante. En la orilla clavo mis pies y observo el horizonte. Ni un atisbo de tierra a la vista, capitán. El agua es cálida y comienzo a caminar al interior. Cuando el agua me ha llegado por la cintura me sumerjo, buceo. Habría estado bien traer las gafas de bucear. Me siento una parte insignificante, una porción de mi propia mugre flotando en líquido amniótico. Al rato salgo y vuelvo al campamento de toallas. P me echa una foto saliendo del agua. Parezco una mezcla entre Halle Berry y Fraga. Agarro la toalla y voy a por otra ronda de cervezas. Cuando vuelvo se escucha un crujido. La hamaca de M se parte y cae al suelo. Tiene el rostro lleno de arena. Nos reímos, pero le decimos a M que no se preocupe, que sigue siendo el puto amo. Brindamos y volvemos a reír.

La parrillada de marisco y pescado nos deja saciados. Ya comenzamos a notar el efecto de la cerveza. Pedimos otra ronda. Aparece una chica en bañador. Es Americana. Vende collares artesanales. De conchas, trozos de ostras, pequeñas reliquias minimalistas. Tras enseñar el muestrario, F compra un collar. La chica sonríe y se pasea por el resto de mesas. Descubrimos que lleva las piernas sin depilar. Que hace años que no lo hace. Establecemos un debate sobre la depilación femenina. Conclusión: que cada una haga lo que quiera. Llegan las cervezas. Aplaudimos. Desde la mesa observamos como uno de los camareros levanta la mano con un trozo de marisco y una bandada de gaviotas ondea a su alrededor. Al final una se lanza, agarra el trozo y sale volando. Las demás la siguen, intentan arrebatarle el pedazo. Me parece gracioso. Agarro varios trozos de marisco. Me coloco en la orilla del mar e imito al camarero. En pocos segundos tengo una bandada de pájaros sobre mi cabeza. F dice algo, miro. Aprovechando el despiste, una de las aves se lanza y me arrebata el pedazo. Todos reímos. Reímos demasiado. Vuelvo a probar. Con el trozo de marisco en alto espero hasta tener un buen número de aves sobre la cabeza. Al final reúno veinte, o treinta, no sé. Cuando considero que hay un número aceptable echo a correr. Las gaviotas me siguen. Me siento un pastor de aves. Yo el pastor y mi rebaño siguiendo el trozo de marisco. Al final me detengo, lanzo el pedazo y observo cómo lo devoran. La carrera me deja agotado. Pedimos la cuenta y volvemos al campamento de toallas. Todo es paz. Un pedacito de Edén bajo nuestros pies.

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Seis de la tarde. Falta una hora para que empiece a anochecer. F y M se han echado una fiesta. P se acerca a la orilla. Permanece sentado, con los pies a remojo. Piensa en sus cosas. Yo aprovecho para adelantar mi lectura de 2666 de Bolaño. Las cervezas me impiden concentrarme. Saco las postales que he ido comprando y dedico el tiempo a escribir. P vuelve de la orilla. Indica que está anocheciendo. El sol es una galleta María cayendo sobre el horizonte lechoso. La cadencia de la vida parece detenerse. Es un espectáculo hermoso. Sacamos las cámaras. Una pareja pasa cogida la de mano y saco la postal. El sol sigue en declive y las aguas parecen todavía más calmadas. La brisa se refresca. En el lado opuesto vemos como comienza a blanquear la luna. El mundo parece una hucha, la luna una moneda que nadie termina de echar. Esperamos sentados, contemplando el espectáculo, la agonía del sol. Con sus últimos coletazos, decidimos volver al ferri. Nos levantamos con pesadez. Cuesta abandonar este lugar. Pero debemos hacerlo. Poco a poco vamos dejando la playa. Nos adentramos en las calles de tierra. Los charcos siguen allí pero algo sucede. Veo como un mosquito negro se posa en mi brazo. Lo borro del mapa. Luego se posa otro, y otro más. Los elimino. Pero vuelven, porque hay más. Cuando miro, tengo a diez mosquitos en el brazo. Siento como se posan en mi nuca, en el cuello y frente. Puedo sentirlos chupando sangre. Mi cuerpo es el festín. M, F y P están igual. Nos invaden los mosquitos, decimos. Empezamos a quitárnoslos de encima unos a otros. Parecemos una manada de monos histéricos comidos a piojos. Pero vuelven. Hay mosquitos  suficientes para todos. Decidimos envolvernos en las toallas y echar a correr. Siento como a pesar de la toalla se siguen colando, siguen encontrando mi carne. La carrera se hace interminable. Corremos. No solo nosotros. Varia gente a nuestro alrededor corre. Somos una piara de turistas espantados. Seguimos corriendo. Tengo la sensación de que en unos minutos no me quedará ni una gota de sangre en el cuerpo. Al final vemos la salvación. Una tienda de ultramarinos junto al muelle. La tienda está a rebosar de turistas picoteados. Terminamos de quitarnos los mosquitos que quedan adheridos. Cuento veinte en un brazo. Cuando los hemos eliminado, echamos una ojeada en la tienda. Agarro unas cervezas y al pagar veo un bote de repelente de mosquitos. El cajero, al ver mi rostro deformado por los picazos, ríe. ¿Te ríes? digo, dame aután, hideputa. Cuando pido repelente, el cajero ríe más fuerte. Al cabo de unos segundos se agotan las existencias de repelente. Nos embadurnamos bien. Con la seguridad del aután en mi piel, me acerco a la puerta. Abro. Me asomo. De repente noto que alguien me toca la espalda. Es un turista venezolano con la cara hinchada por los picazos. Por favor, dice, cierra la puerta. Están ahí… Cierro la puerta y no abrimos hasta que llega el ferri.

Ocho y media. El ferri se aleja lentamente de la isla. Todos estamos en silencio. Sudamos aután. Aún faltan dos horas para sentir las fiebres, pero el cuerpo parece que se prepara. Doy un sorbo a la cerveza con desgana. La luna brilla con fuerza. El ferri sigue adelante. La isla poco a poco se va desdibujando hasta ser una sombra en el horizonte. La imagen me recuerda a Jurassic Park, aquella escena en que los protagonistas escapan de la isla y la observan aliviados desde la distancia. Apoyados en la barandilla la atisbamos como seres que, expulsados del Edén, contemplan el infierno que se abre bajo sus pies. Todo es silencio y, al fin, paz.

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2 comentarios en “Atardecer en Holbox

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